La vida de
Adolfo había sido fácil. Pese a venir de una familia pudiente de Barcelona, una
serie de malas decisiones le había llevado a sufrir más de la cuenta. Una
infancia feliz le había llevado a experimentar con todas las drogas posibles
durante su adolescencia. Siempre pensó que lo controlaba todo, todos lo hacen,
y algo de razón no le faltaba, el dinero familiar le había evitado entrar de
lleno en la delincuencia. Siempre bromeaba que él no era un yonki de mierda, él
era un joven con tendencia a experimentar con la vida.
Pero todo
eso acabo cuando fallecieron sus padres y de repente se encontró solo. El
dinero a partir de ahora iba a depender solo de él, porque ya no podría hacer
la llamada de la salvación. Montó una tienda de antigüedades, una de discos de
vinilo, incluso una de cigarrillos eléctricos. Todas fracasaron, todas se
fueron por la nariz de Adolfo.
De la nariz
paso a la vena, por el camino quedaron las pastillas y el alcohol, aunque eso
no era vicio, lo hacía todo el mundo.
Un mal
matrimonio le dio un hijo que él nunca quiso. Poco a poco llegaba al fondo. Y
poco después al fondo del fondo.
Con más de
50 años e inflado a metadona decidió dar un último paso. Decidió tirarse por la
ventana.
Su vivienda
en la calle Valencia era lo único que le quedaba y desde allí decidió acabar
con todo. Salió por la ventada del comedor y se dispuso a morir. La altura del
tercer piso hacia inevitable la muerte. Únicamente pretendía no hacer daño a
nadie, por lo que empezó a gritar para que los posibles transeúntes no hicieran
de colchón.
-¡apartaros
que me tiro!
-¡pero qué
coño haces! –gritaba un repartidor que había dejado su furgoneta en doble fila
mientras descargaba medicamentos. -¡bájate de ahí!
- ¡que me
tiro, que quiero acabar con todo!
- ¡apartaros
de la acera, que os va a caer encima! Gritaba el camarero del bar que había
junto a la farmacia.
La gente se
empezaba a detener para ver lo que estaba pasando, la multitud cada vez era más
grande.
-¡Tírate,
cabrón, no tienes huevos! – las vecinas del cuarto que se habían asomado por la
ventana habían empezado a gritar, aunque estas lo tenían claro. – ¡tírate!
Adolfo las
oía y no podía creerlo. Quienes eran esas zorras que le animaban al suicidio.
Él lo tenía claro, no necesitaba que le ayudaran. Lo iba a hacer igual.
-¡ahora sí
que me tiro! – dijo dejándose caer al vacío.
Bueno, vacío
no. Porque en el último momento, durante la caída, sacó un brazo y se agarró al
balcón del segundo piso. No lo hizo lo suficientemente fuerte como para
salvarse, pero el balanceo le permitió caer en una rama de un árbol y de ahí a
caer sobre una moto que estaba (incorrectamente) aparcada en la acera. En
definitiva, había salvado la vida.
La
ambulancia llegó, junto con dos patrullas de los Mossos de Escuadra.
Interrogaron a los vecinos y el camarero chivato les informó de lo que las
chicas del cuarto habían gritado. Cuando fueron a interrogarlas descubrieron en
realidad no vivían ahí, eran trabajadoras de un prostíbulo. De hecho, nadie
sabía que ese piso era un prostíbulo. Todas acabaron en la cárcel, no tenían
papeles.
Adolfo llegó
al hospital lamentando lo que había hecho.
-¡no lo hare
más, no lo haré más! –iba repitiendo Adolfo.
No se había
matado, pero había hecho algo bueno por la sociedad al descubrir un prostíbulo
en Barcelona.
Si paseas
por la calle Valencia de Barcelona, aun podrás ver a Adolfo. El seguirá
intentando ser feliz, pero tú no intentes lo mismo. Seguro que te matas.
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