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dijous, 5 de desembre del 2019

Subida y caida de Adolfo


La vida de Adolfo había sido fácil. Pese a venir de una familia pudiente de Barcelona, una serie de malas decisiones le había llevado a sufrir más de la cuenta. Una infancia feliz le había llevado a experimentar con todas las drogas posibles durante su adolescencia. Siempre pensó que lo controlaba todo, todos lo hacen, y algo de razón no le faltaba, el dinero familiar le había evitado entrar de lleno en la delincuencia. Siempre bromeaba que él no era un yonki de mierda, él era un joven con tendencia a experimentar con la vida.
Pero todo eso acabo cuando fallecieron sus padres y de repente se encontró solo. El dinero a partir de ahora iba a depender solo de él, porque ya no podría hacer la llamada de la salvación. Montó una tienda de antigüedades, una de discos de vinilo, incluso una de cigarrillos eléctricos. Todas fracasaron, todas se fueron por la nariz de Adolfo.
De la nariz paso a la vena, por el camino quedaron las pastillas y el alcohol, aunque eso no era vicio, lo hacía todo el mundo.
Un mal matrimonio le dio un hijo que él nunca quiso. Poco a poco llegaba al fondo. Y poco después al fondo del fondo.
Con más de 50 años e inflado a metadona decidió dar un último paso. Decidió tirarse por la ventana.
Su vivienda en la calle Valencia era lo único que le quedaba y desde allí decidió acabar con todo. Salió por la ventada del comedor y se dispuso a morir. La altura del tercer piso hacia inevitable la muerte. Únicamente pretendía no hacer daño a nadie, por lo que empezó a gritar para que los posibles transeúntes no hicieran de colchón.
-¡apartaros que me tiro!
-¡pero qué coño haces! –gritaba un repartidor que había dejado su furgoneta en doble fila mientras descargaba medicamentos. -¡bájate de ahí!
- ¡que me tiro, que quiero acabar con todo!
- ¡apartaros de la acera, que os va a caer encima! Gritaba el camarero del bar que había junto a la farmacia.
La gente se empezaba a detener para ver lo que estaba pasando, la multitud cada vez era más grande.
-¡Tírate, cabrón, no tienes huevos! – las vecinas del cuarto que se habían asomado por la ventana habían empezado a gritar, aunque estas lo tenían claro. – ¡tírate!
Adolfo las oía y no podía creerlo. Quienes eran esas zorras que le animaban al suicidio. Él lo tenía claro, no necesitaba que le ayudaran. Lo iba a hacer igual.
-¡ahora sí que me tiro! – dijo dejándose caer al vacío.
Bueno, vacío no. Porque en el último momento, durante la caída, sacó un brazo y se agarró al balcón del segundo piso. No lo hizo lo suficientemente fuerte como para salvarse, pero el balanceo le permitió caer en una rama de un árbol y de ahí a caer sobre una moto que estaba (incorrectamente) aparcada en la acera. En definitiva, había salvado la vida.
La ambulancia llegó, junto con dos patrullas de los Mossos de Escuadra. Interrogaron a los vecinos y el camarero chivato les informó de lo que las chicas del cuarto habían gritado. Cuando fueron a interrogarlas descubrieron en realidad no vivían ahí, eran trabajadoras de un prostíbulo. De hecho, nadie sabía que ese piso era un prostíbulo. Todas acabaron en la cárcel, no tenían papeles.
Adolfo llegó al hospital lamentando lo que había hecho.
-¡no lo hare más, no lo haré más! –iba repitiendo Adolfo.
No se había matado, pero había hecho algo bueno por la sociedad al descubrir un prostíbulo en Barcelona.
Si paseas por la calle Valencia de Barcelona, aun podrás ver a Adolfo. El seguirá intentando ser feliz, pero tú no intentes lo mismo. Seguro que te matas.


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