Corría el año 1995, concretamente el día 23 de enero. Yo volvía
a Portland (Oregon, USA) después de pasar un mes de vacaciones en casa. Maldita la hora que
se me ocurrió ir un mes de vacaciones a casa estando trabajando en USA, pero
eso es otra historia.
De Barcelona a Portland, en tres aviones, pero con 5
escalas. Eso hacia 5 despegues y cinco aterrizajes, prácticamente 24 horas de
viaje de una punta a otra punta del mundo.
El avión de la compañía TWA salía a las 10 de la mañana y,
como siempre un par de horas antes ya estaba en el aeropuerto facturando las
dos maletas que traje. Si, dos maletas para un mes de vacaciones en casa… una
vez en la parte interior de aeropuerto, mis padres ya me habían dejado, nos
notificaron que el avión salía con retraso, ¡para variar!.
Me senté a esperar el acceso. No quise empezar a leer el
libro que tenía preparado, quería leerlo cuando ya estuviera en el aire,
eliminar los malos espíritus que me habían perseguido en Barcelona esos días…
ya he dicho que esa es otra historia.
Me dediqué a observar a la gente, ¿Qué pasaría por cada una
de esas cabezas?¿ A donde volarían?, ¿qué sería de su vida después de este
viaje? . Fue entonces cuando la vi. Sus enormes ojos azules me parecían tan familiares que estuve a punto
de levantarme para ir a saludarla, como si la conociera de toda la vida. Pero
no, no conocía a Verónica Blume de nada, salvo de haberla visto en las revistas
del corazón o en programas de cuchicheos en la tele. Verónica Blume, la nueva
Judit Mascó, la nueva diva de la moda.
No tendría más de 18 años, viajaba sola, como yo. Supuse que
iría a Nueva York, ¿Dónde más iba a ir una chica como ella?. La estuve mirando
un buen rato, de manera que ella no se diera cuenta, tampoco quería que me
detuvieran por acoso. No era el único, a poco más de 5 asientos a mi derecha,
vi a un chico de unos 20 años que estaba haciendo exactamente lo mismo que yo,
mirarla de manera intensa. Con una pequeña diferencia, él tuvo el valor de
levantarse e ir a hablar con ella. Por un momento pensé que ella le soltaría
cualquier cosa y se lo quitaría de encima, pero no fue así. Ella le mantuvo la
conversación, incluso parecía hacerle gracia que él la hubiera reconocido.
Desde donde yo estaba no podía escuchar lo que decían, pero a los dos se les
veía que lo estaban pasando muy bien.
Yo no me habría atrevido ni en mil años a hacer lo que el chico
hizo, pero tengo que reconocer que me moría de envidia. Posiblemente no
llegarían a nada, pero tener una conversación con una persona famosa, y tan
guapa como aquella, era algo que en ese momento me hubiera gustado hacer.
Finalmente nos llamaron y empezamos a subir al avión.
Yo había estado malo los últimos días, ya no tenía fiebre,
me no me encontraba del todo bien, solo pensaba en sentarme en mi asiento y
dormir todo el viaje.
Al pasar por primera clase, la vi sentada junto a la ventana
en el pasillo de la izquierda, junto a ella no había nadie (el avión no iba
lleno), no había nada en el mundo que en ese momento deseara más, que sentarme
allí y contarle mi vida.
A mí me tocó un asiento justo en la mitad del avión, y me di
cuenta que el chico estaba sentado 8 filas a la izquierda por delante mío. Mala
suerte, pensé, la vas a tener a 10 metros de ti, pero no vas a poder acercarte
a ella…
El vuelo salió sin ningún tipo de problema, y yo me dispuse
a leer hasta que aterrizáramos en Lisboa, donde hacíamos escala, pero donde no teníamos que cambiar de avión. Después de
dos horas de vuelo, aterrizamos sin
ningún tipo de problema.
Me fije que el chico salió disparado a la parte de adelante
a seguir conversando con su nueva amiga. A los 5 minutos unas azafatas
portuguesas muy amables fueron preguntando de quien eran todas la maletas que
había en los espacios superiores, ya que había gente que se había bajado en
Lisboa, y no podía quedar ningún bulto sin dueño. Al llegar a la mochila del
chico, nadie respondió, no aparecía su dueño. Las azafatas empezaron a ponerse muy nerviosas, y empezaron a coger
la mochila con mucho cuidado. Aprovechando que iba al lavabo les indique que
era de un viajero que había ido a la zona de primera clase. Lo fueron a buscar
y todo quedo ahí, nadie se enteró que yo había sido quien les había informado,
mi buena acción del día estaba cubierta.
Salimos para Nueva York sin más problemas. Durante las 8
horas de viaje el chico hizo unas cuantas escapadas a la parte de adelante. El
movimiento de gente era constante, ya que en esa época se podía fumar en las últimas
filas del avión.
Llegamos al aeropuerto JFK y los perdí de vista, tampoco me
preocupe mucho por ellos, aun me quedaban muchas horas de vuelo y no tenía
ganas de nada.
Estuve esperando mis maletas en la cinta, cuando de repente
me fije que Verónica estaba a mi lado. Del chico no supe nada más, supongo que cogió
sus maletas y se fue. No me atreví a
decirle nada, ni siquiera cuando unas adolescentes le pidieron hacerse una foto
con ella. La foto la hizo la madre de ellas, no había llegado aún la moda de
los selfies.
Durante unos minutos hubo un intenso silencio incomodo entre
los dos, tampoco sabía que podía decir. Salieron mis maletas, las cogí y me fui
a la zona de aduanas sin mirar atrás, podía haberme esperado y ayudarle a coger
las suyas, pero no se me ocurrió en ese momento.
Después de la aduana facture de nuevo las maletas y me adentre en el aeropuerto en
busca de la zona de vuelos domésticos, todo un lío en un sitio tan grande. Una
vez localizado, comí algo y espere las 4
horas que me quedaban hasta que saliera el vuelo a Sant Louis.
Cuando ya estábamos a punto de embarcar, me di cuenta que
había poquísima gente, iba a ser un vuelo
muy tranquilo y muy solitario. Fue entonces cuando la volví a ver. Allí estaba
ella, con su sonrisa especial, como recién duchada, no parecía que llevara 12
horas dando vueltas por el mundo, supongo que en la sala VIP se está mejor que
en los asientos de la terminal.
Nuevamente la vi sentada en primera clase, y nuevamente me
senté solo en la mitad del avión. Mi cabeza no paraba de darle vueltas, tenía
que armarme de valor, ir adelante e iniciar una conversación con ella. Lo tenía
todo a mi favor, no había nadie que hablara nuestro idioma, no había casi nadie
en el avión, tenía la excusa de que la había visto en el otro vuelo y con eso
podía iniciar una conversación… nada de eso paso.
Ya habían pasado varias horas y decidí ir al lavabo de la
parte de adelante.
Y aquí llega la clave. Solo mee. No cagué. Si hubiera
cagado, al salir cuando me la encontré de frente entrando en mi lavabo podría
haberle dicho que no entrara, que se fuera a otro.
Pero no lo hice.
No me fui con ella a primera clase y no me bebí 30 whiskies.
No le conté mi vida, ni ella me contó la suya durante toda
la noche.
No nos intercambiamos teléfonos en USA, por si algún día iba
a Portland.
No me inventé que era profesor de universidad en un College
(realmente solo era un “lector de español”).
En definitiva, no me casé con Verónica Blume.
Si me lees, Verónica, aún estamos a tiempo.
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