La señora Josefa vivía sola desde que su marido murió allá
por el año 1994. Siempre había sido un poco solitaria y, al quedarse viuda, su
soledad se hizo más patente. Su única hija, Leonor, se había casado con un médico
argelino y se había ido a vivir a Annaba con sus 3 hijas. Únicamente venía a
ver a su madre durante el verano, a veces en julio y a veces en agosto. Leonor
le había dicho infinidad de veces que se fuera con ella a vivir a Argelia.
Annaba era una ciudad al borde del Mediterráneo muy tranquila. La señora Josefa
no se había planteado ni por un momento irse a vivir con su hija. El piso que
había comprado con su marido en el barrio de San Idelfonso de Cornellá estaba
pagado, y con la pensión de viudedad que le había quedado, no necesitaba de mucho
más para vivir. Es cierto que casi todas sus amistades o habían muerto o habían
vuelto a vivir a sus pueblos de origen. Ella tampoco se iba ir a vivir a
Huescar, pueblo del que salió en 1962 para no volver nunca más.
Su marido,
Juan, había trabajado 40 años en la fábrica que Siemens había tenido en
Cornellá. Habían llevado una buena vida. Él siempre había sido muy respetuoso
con ella y con Leonor. Que ella se casara con un musulmán no les había gustado
nada, pero la felicidad de la niña estaba por encima de sus sentimientos. Ellos
habían abandonado la religión católica y educaron a Leonor con plena libertad,
por lo que cuando ella decidió tomar la decisión de que la religión entrara en
su vida, ellos tuvieron que aceptarlo a regañadientes.
La señora
Josefa había vivido la transformación de su barrio de manera tranquila. El
barrio de inmigrantes andaluces y extremeños se había transformado en el barrio
de inmigrantes marroquíes y sudamericanos. Pero al fin y al cabo era su hogar y
no lo iba a abandonar de ninguna manera. Durante los años 70 había participado
en la lucha vecinal contra el régimen franquista y, aunque nunca había sido una
luchadora, siempre había compartidos sus ideas liberales con todo el mundo. De todo
aquello solo le había quedado un odio visceral a los fanáticos de derechas. Los
falangista de su pueblo le habían hecho emigrar, pero no había habido facha
alguno que le echara para atrás de sus ideales. Los tiempos que corrían no eran
los mejores para sus ideales izquierdistas, los partidos de extrema derecha se habían
adueñado de la política local y nacional y parecía que todo estaba volviendo a
los años treinta.
Un 20 de enero cualquiera Josefa cogió
el tranvía en la parada del Rayo Amarillo dirección al Hospital Comarcal de
Sant Joan Despi. Tenía una visita rutinaria y, aunque no le gustaban mucho los
médicos, se dirigió a la consulta del endocrino. Tenía visita a las 11.00 de la
mañana pero, como solía hacer siempre, llegó con cuarenta y cinco minutos de
adelanto. Se dirigió a la cafetería del Hospital y se pidió un café con leche. Cuando
le cobraron 1,80 euros estuvo a punto de montar una escena, ¿dónde se había
visto que un café con leche pudiera costar ese dineral?, hasta los hospitales
se habían vendido a las franquicias y los precios se habían puesto por las nubes.
La señora Josefa cogió su café y, cuando iba a sentarse, se dio cuenta que no había
ninguna mesa libre, era la hora del desayuno y toda la estancia estaba llena. Miró
por encima y divisó que en una de las mesas del fondo solo había sentado una
persona, las otras tres silla estaban vacías.
Fue hasta
allá y, sin mirar a los ojos del hombre que allí había sentado, se sentó en la
silla, sacó de su bolso un paquete de galletas oreo, la revista “Hola” que había
salido la semana anterior, su móvil y se dispuso a tomar su café con leche
mientras leía la revista. A los cinco minutos de estar ahí sentada, cogió con
su mano izquierda una galleta oreo y se la comió en dos bocados. Fue entonces
cuando el hombre que había sentado en la mesa, sin cortarse un pelo, cogió una
galleta de su paquete y se la comió tan tranquilamente. Ella no daba crédito, ¡qué
morro le echaba la gente! Por pura vergüenza ajena no miró a la cara del hombre
y cogió otra galleta. A los pocos segundos el hombre volvió a hacer lo mismo. ¡Pero
qué cara más dura! –pensó ella otra vez. Ella volvió a coger una galleta y el
volvió a hacer lo mismo. Ella estaba por dentro que se le llevaban los demonios.
No podía creer lo que le estaba pasando. Miraba a su alrededor a ver si alguien
había visto lo que estaba pasando, pero nadie parecía importarle lo que en su
mesa sucedía. Fue entonces cuando se dio cuenta que en el paquete solo quedaba
una galleta. El hombre, que también se había dado cuenta, la miró con una gran
sonrisa, cogió la galleta, la partió por la mitad, se comió su parte y le dio a
ella la otra mitad. Ella se quedó pasmada, con la mitad de la galleta en la
mano viendo como el hombre se levantaba y, deseándole buenos días, se fue de la
cafetería.
Durante más
de cinco minutos estuvo pensando en lo mala que era la gente. Lo cobarde que se
había vuelto la sociedad. Un hombre cualquiera podía robarle las galletas sin
pedir permiso, públicamente, sin ella pudiera hacer nada. Estaba indignada.
Como solo faltaban
diez minutos para su cita con el endocrino, se dispuso a guardar la revista y
el móvil en el bolso. Fue al abrir el bolso cuando vio la respuesta a lo que allí
había pasado. El paquete de galletas Oreo que había comprado el día anterior
estaba allí, junto a su monedero y a sus llaves.
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