Dades personals

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dimarts, 21 de gener del 2020

Las Galletas de la señora Josefa


La señora Josefa vivía sola desde que su marido murió allá por el año 1994. Siempre había sido un poco solitaria y, al quedarse viuda, su soledad se hizo más patente. Su única hija, Leonor, se había casado con un médico argelino y se había ido a vivir a Annaba con sus 3 hijas. Únicamente venía a ver a su madre durante el verano, a veces en julio y a veces en agosto. Leonor le había dicho infinidad de veces que se fuera con ella a vivir a Argelia. Annaba era una ciudad al borde del Mediterráneo muy tranquila. La señora Josefa no se había planteado ni por un momento irse a vivir con su hija. El piso que había comprado con su marido en el barrio de San Idelfonso de Cornellá estaba pagado, y con la pensión de viudedad que le había quedado, no necesitaba de mucho más para vivir. Es cierto que casi todas sus amistades o habían muerto o habían vuelto a vivir a sus pueblos de origen. Ella tampoco se iba ir a vivir a Huescar, pueblo del que salió en 1962 para no volver nunca más.
Su marido, Juan, había trabajado 40 años en la fábrica que Siemens había tenido en Cornellá. Habían llevado una buena vida. Él siempre había sido muy respetuoso con ella y con Leonor. Que ella se casara con un musulmán no les había gustado nada, pero la felicidad de la niña estaba por encima de sus sentimientos. Ellos habían abandonado la religión católica y educaron a Leonor con plena libertad, por lo que cuando ella decidió tomar la decisión de que la religión entrara en su vida, ellos tuvieron que aceptarlo a regañadientes.
La señora Josefa había vivido la transformación de su barrio de manera tranquila. El barrio de inmigrantes andaluces y extremeños se había transformado en el barrio de inmigrantes marroquíes y sudamericanos. Pero al fin y al cabo era su hogar y no lo iba a abandonar de ninguna manera. Durante los años 70 había participado en la lucha vecinal contra el régimen franquista y, aunque nunca había sido una luchadora, siempre había compartidos sus ideas liberales con todo el mundo. De todo aquello solo le había quedado un odio visceral a los fanáticos de derechas. Los falangista de su pueblo le habían hecho emigrar, pero no había habido facha alguno que le echara para atrás de sus ideales. Los tiempos que corrían no eran los mejores para sus ideales izquierdistas, los partidos de extrema derecha se habían adueñado de la política local y nacional y parecía que todo estaba volviendo a los años treinta.
            Un 20 de enero cualquiera Josefa cogió el tranvía en la parada del Rayo Amarillo dirección al Hospital Comarcal de Sant Joan Despi. Tenía una visita rutinaria y, aunque no le gustaban mucho los médicos, se dirigió a la consulta del endocrino. Tenía visita a las 11.00 de la mañana pero, como solía hacer siempre, llegó con cuarenta y cinco minutos de adelanto. Se dirigió a la cafetería del Hospital y se pidió un café con leche. Cuando le cobraron 1,80 euros estuvo a punto de montar una escena, ¿dónde se había visto que un café con leche pudiera costar ese dineral?, hasta los hospitales se habían vendido a las franquicias y los precios se habían puesto por las nubes. La señora Josefa cogió su café y, cuando iba a sentarse, se dio cuenta que no había ninguna mesa libre, era la hora del desayuno y toda la estancia estaba llena. Miró por encima y divisó que en una de las mesas del fondo solo había sentado una persona, las otras tres silla estaban vacías.
Fue hasta allá y, sin mirar a los ojos del hombre que allí había sentado, se sentó en la silla, sacó de su bolso un paquete de galletas oreo, la revista “Hola” que había salido la semana anterior, su móvil y se dispuso a tomar su café con leche mientras leía la revista. A los cinco minutos de estar ahí sentada, cogió con su mano izquierda una galleta oreo y se la comió en dos bocados. Fue entonces cuando el hombre que había sentado en la mesa, sin cortarse un pelo, cogió una galleta de su paquete y se la comió tan tranquilamente. Ella no daba crédito, ¡qué morro le echaba la gente! Por pura vergüenza ajena no miró a la cara del hombre y cogió otra galleta. A los pocos segundos el hombre volvió a hacer lo mismo. ¡Pero qué cara más dura! –pensó ella otra vez. Ella volvió a coger una galleta y el volvió a hacer lo mismo. Ella estaba por dentro que se le llevaban los demonios. No podía creer lo que le estaba pasando. Miraba a su alrededor a ver si alguien había visto lo que estaba pasando, pero nadie parecía importarle lo que en su mesa sucedía. Fue entonces cuando se dio cuenta que en el paquete solo quedaba una galleta. El hombre, que también se había dado cuenta, la miró con una gran sonrisa, cogió la galleta, la partió por la mitad, se comió su parte y le dio a ella la otra mitad. Ella se quedó pasmada, con la mitad de la galleta en la mano viendo como el hombre se levantaba y, deseándole buenos días, se fue de la cafetería.
Durante más de cinco minutos estuvo pensando en lo mala que era la gente. Lo cobarde que se había vuelto la sociedad. Un hombre cualquiera podía robarle las galletas sin pedir permiso, públicamente, sin ella pudiera hacer nada. Estaba indignada.
Como solo faltaban diez minutos para su cita con el endocrino, se dispuso a guardar la revista y el móvil en el bolso. Fue al abrir el bolso cuando vio la respuesta a lo que allí había pasado. El paquete de galletas Oreo que había comprado el día anterior estaba allí, junto a su monedero y a sus llaves.


dimecres, 15 de gener del 2020

Resacón en Benidorm (segunda parte)


Sergei había llegado a España hacia 10 años. Se había escapado de su Sujumi natal durante la guerra con Georgia. Parte de su familia seguía allí y su objetivo era conseguir suficiente dinero para volver a y montar un negocio en Abjasia. Había trabajado de todo lo que le había salido y nunca se había quejado. Había encontrado un grupo de amigos en el gimnasio donde se ponía cachas y había conseguido una estabilidad laboral compaginando la vigilancia de obras entre semana con la de portero de discoteca en los fines de semana.
Por eso cuando el capullo ese se le acercó y le dijo en la oreja en un perfecto ruso moscovita “tu madre me ha comido hoy los huevos” no pudo reprimirse y le arreó un directo a la mandíbula. Fue por puro instinto. No podía permitir que un idiota le insultara de esa manera.
Los amigos del idiota fueron rápidamente a ayudarle a levantar. De dentro de la discoteca empezaron a salir empleados de seguridad, pensándose que había empezado una pelea. Cuando vieron a Braulio en el suelo todos empezaron a mira a Sergei.
-no podéis ni imaginaros que me acaba de decir el idiota ese.
-sea lo que sea, no había motivo para darle esa ostia –le dijo el encargado a Sergei mientras le ponía la mano en la espalda y le acompañaba al interior de la discoteca.
Carlos y Julio ayudaron a levantar a Braulio, y los vigilantes les indicaron que podían pasar dentro. Les acompañaron a la sala VIP y, junto a Roberta, Alfonsa, Cintia y Leo, les sirvieron champan francés.
La mandíbula de Braulio no estaba rota, pero durante un tiempo no iba a poder comer turrón del duro.
-¿qué coño le has dicho para que te diera esa ostia? –preguntó Carlos a Braulio cuando las chicas se fueron todas juntas al lavabo.
-ya sabéis que jugando al Fornite hablo con gente de todo el mundo, pues hay un ruso que solo me repite esta frase. Yo pensaba que era algo bueno, pero por la reacción de este tío creo que no es nada agradable.
-y tu ¿Cómo has sabido que era ruso?
-no tenía ni idea, lo he supuesto.
-pues en vaya lio nos has metido.
-¿qué lio ni que pollas?, estamos en la sala VIP con cuatro tías impresionantes, y ¿ahora os vais a quejar?
-bueno, bueno, no te pongas así –dijo Carlos mientras las cuatro chicas regresaban a los sofás de la sala VIP.
La noche parecía prometedora, por eso cuando Svetlana se acercó al grupo nadie supuso que los problemas iban a venir por ahí.
-hola chicos, ¿queréis ir a una fiesta privada? –dijo Svetlana con un ligero acento ruso.
-ya estamos en una fiesta
-donde yo os llevo no tiene nada que ver con este antro.
-ya estamos en el paraíso, porque vamos a cambiar –dijo Braulio
-yo os prometo una fiesta con el mejor alcohol, las mejores mujeres y rodeados de famosos
-¿qué famosos hay en esa supuesta fiesta?
-creo que hay ha venido Malena Gracia y Jorge Sanz
-no sé quiénes son esos.
-venid conmigo, no os arrepentiréis –repitió Svetlana mientras les daba su tarjeta de visita.
Después de mucho pensárselo decidieron darle una oportunidad y acompañaron a Svetlana a la salida de la discoteca.
Allí había una limusina negra que les llevó a un chalet a las afueras de Benidorm.
El interior del chalet estaba preparado para una gran fiesta, bebidas, comida, una gran bola colgada en el techo, pero no había ni un alma, eran los primeros en llegar a la fiesta. A ellos eso no les molestó, ni siquiera se dieron cuenta. Se acercaron a la mesa de comida y comieron como si no hubiera un mañana. Bebieron todo lo que pudieron y se fueron sentando en los sofás que había al fondo de la sala. Svetlana había desaparecido, la música de fondo fue apagándose poco a poco y ellos fueron durmiéndose a ritmo de la trompeta de Miles Davis. La droga empezaba a hacer su efecto.
Las cuatro mujeres  tuvieron mucha suerte. La banda de Sergei y Svetlana no estaba interesada en la trata de blancas. Las dejaron dormidas en la acera lateral de su hotel. Que un grupo de turistas les robaran los bolsos no fue su problema.
Carlos y Braulio fueron llevados a otro chalet a las afueras de Castellón. Fueron torturados y grabados. Tuvieron algo de suerte, ya que finalmente sobrevivieron. Fueron abandonados en una gasolinera a las afueras de Burriana.
A Julio no lo torturaron. Directamente le sacaron los riñones para venderlos en el mercado asiático y lo abandonaron a las afueras de Erfoud, ciudad al oeste de Marruecos, donde había sido llevado en un yate desde el puerto de Benidorm.
Fue abandonado en pleno desierto, desnudo, sin comida ni bebida y a más de 40 kilómetros de ninguna zona poblada. No duro ni una noche.

dimecres, 8 de gener del 2020

Resacón en Benidorm (primera parte)


Julio se despertó sin saber dónde estaba. Estaba en medio del desierto. No podía recordar nada de lo que había pasado en los últimos 7 días. Se acordaba que había ido de vacaciones a Benidorm con unos amigos. Estaban en un hotel enorme y habían salido de fiesta. Habían intentado ligar, pero todas las mujeres a las que se acercaban salían corriendo. Eran el típico grupo de pardillos con pinta de intelectual que solo sabían hablar de videojuegos. No tenían muchas habilidades sociales, de hecho los dos primeros días solo habían ido del restaurante a la habitación a jugar a la consola. Consolas que habían traído de casa, ya que el hotel no disponía en las habitaciones. Partidas interminables de Call of Duty o de Fornite, de las mismas que hacían cuando estaban en casa, regadas con grandes dosis de RedBull y Monster.
Fue la tercera noche cuando decidieron salir a la calle. Se arreglaron lo que pudieron y fueron a cenar fuera. Cuando salían del McDonalds, Braulio propuso ir a una discoteca a tomar un pelotazo (uso esa misma expresión). Julio y Carlos le miraron con cara de susto, pero aceptaron ante la insistencia de su compañero.
El pub Penélope fue el sitio escogido. Con ese nombre no podía pasar nada malo, la abuela de Braulio se llamaba Penélope. Era un bar con vistas a la playa decorado de manera moderna que les encantó. Se acercaron a la barra y rápidamente Gladys, que así se llamaba la camarera, se acercó a ellos.
-¿qué van a tomar los señores? –dijo Gladys con un marcado acento sudamericano.
-pon 3 Larios Cola. –contesto rápidamente Braulio.
-lo siento, no tenemos Larios.
-pues cualquier otro Vodka –esta vez fue Carlos el que habló.
-¡Larios es ginebra capullo! –dijo Braulio.
-pues la ginebra que quieras.
-¿les va bien Watenshi?
-¿cuánto cuesta?
-500 euros el “cubata” –dijo Gladys con un poco de ironía.
-¡qué dices loca!
-pon 3 del más barato.
-3 gordon´s marchando. Son 60 euros.
Carlos pagó las consumiciones sin rechistar y se fueron a sentar al fondo del local.
Durante más de media hora observaron atentamente a toda la gente que pasaba por el local sin decir ni media palabra. Para ellos era un mundo nuevo que no entendían. Vieron como una pareja de poco más de 16 años bailaba de manera insinuante, como si estuvieran haciendo el amor en la pista de baile.
Otros no hacían más que pasearse se la barra al lavabo, como si siempre se estuvieran meando.
Otros, sobretodo grupos de chicas vestidas con mini vestidos, no hacían más que pasearse exhibiendo sus cuerpos como si fueran ganado.
Tras un buen rato, Julio se acercó a un grupo de 4 chicas que no separaban la mirada de sus enormes smartphones.
-hola, ¿cómo os llamáis?
-…
No hubo ningún tipo de respuesta. Las chicas se consideraban demasiado importantes como para perder el tiempo con esos pardillos.
Gladys no se perdía nada de lo que estaba pasando, y en un momento de debilidad, sintiendo pena por ese grupo de pardillos, decidió hacer algo de lo que siempre se iba a arrepentir. Con su teléfono, contactó con un grupo de amigas que sabía que estaban por la zona. Les comentó que había un grupo de chicos que, al igual que ellas, estaban un poco desplazados y que podía ser una buena idea que se pasaran por el Penélope para conocerlos.
Aparecieron a los 5 minutos y, casi sin mirar a Gladys, se acercaron al grupo de informáticos.
Rápidamente congeniaron. No tenían nada en común, pero el hecho de estar desplazados del resto de la gente del local les unía de manera lógica.
Las conversaciones cruzadas entre ellos fueron de lo más chocantes. Ellas no tenían ni idea de informática y ellos no sabían nada de ropa femenina, que era el tema principal de conversación que ellas tenían, pero tampoco eso era un problema.
A la hora de estar allá, Julio propuso ir a otro “garito” (esa fue la expresión que él utilizó). La moción fue aceptada y salieron a la calle no sin despedirse antes de Gladys, que estaba totalmente sorprendida de lo bien que parecían llevarse. Fueron al Gomorra y al Guinnes Bar. Cada vez se encontraban más bien y ellas empezaron a cogerse de la cintura de ellos. Julio congenió con Roberta, Carlos con Alfonsa y Braulio se agarró a la cintura de Cintia y de Leo. Verlos bailar en la pista del Gomorra era todo un espectáculo. Ellos parecía que tenían una escoba metida por el culo y ellas se movían tan “sexis” que parecían anguilas en una pecera.
Llegados a ese punto, Braulio (otra vez) propuso ir a la discoteca Penélope, que estaba un poco más retirada de la línea de playa. Salieron a la calle e iniciaron el camino hasta la discoteca. Roberta le iba explicando a Julio cuanto le gustaba la camiseta azul con círculos blancos y rojos que él llevaba. Alfonsa le contaba a Carlos lo mucho que quería a sus 3 gatos, y Cintia y Leo le contaban a Braulio lo felices que eran viviendo juntas en el barrio de Vallecas de Madrid.
Cuando llegaron a la puerta principal, vieron que la cola que había no era muy larga, podrían entrar sin mayores problemas. Hicieron 10 minutos de cola, y cuando les tocaba entrar, Braulio de acercó al oído del enorme portero y le susurró algo que nadie pudo oír.  
Sergei, que así se llamaba el portero, sin mediar palabra, atizó un puñetazo a Braulio. La mandíbula de Braulio crujió como si se partiera en mil pedazos.