Habíamos pasado la tarde en casa de mi suegra. Allí estábamos
todos, mi marido Andrés, su madre, varios de sus hermanos y mis tres hijos,
Estrella Andrés y Jesús, el pequeño que en ese momento tenía un año y unos
meses.
La familia de mi marido había emigrado desde un pequeño pueblo
de Valladolid, de la misma manera que yo lo había hecho desde un pequeño pueblo
de la comarca de los Monegros en Huesca. Habíamos comprado un piso en el barrio
Riera de Cornellá, una ciudad al sur de Barcelona que, en los últimos años había
crecido de manera exponencial gracias a los miles de emigrantes que nos fuimos
a vivir allí. Era una vida sencilla que nos había costado muchísimo conseguir,
todo el día trabajando para tener lo que no habíamos tenido en el pueblo, una
vida digna.
Aquel lunes 20 de septiembre de 1971 parecía que iba a
ser un día más, pero no lo fue.
El piso de mi suegra era un tercero que tenía el balcón en
dirección al campo de rugby, que estaba justo al lado del río Llobregat. Justo entre
la entrada al estadio y nosotros, había un terraplén que técnicamente tenía que
aislarnos de la crecida del rio. Desde la ventana vimos como los charcos del terraplén
se iban haciendo cada vez más grandes, hasta que parecía que se nivelaban con
el rio.
A eso de las siete de la tarde, decidimos irnos a nuestra
casa, que estaba en la misma calle San Jerónimo, a unos 200 metros más hacia la
vía del ferrocarril. Mi marido no paraba de bromear asegurando que si no nos íbamos,
nos íbamos a mojar los pies.
Al llegar a la altura de la calle San Lluis, a tan solo
70 metros de la casa de mi suegra, empezamos a mojarnos los pies…
El rio estaba creciendo más de lo que nunca nos podíamos imaginar.
Subimos a casa, el número de 20 de la calle san Jerónimo,
un quinto piso que en ese momento nos dio mucha seguridad. Dimos la cena a los
niños y los pusimos a dormir. Andrés, mi marido, quiso volver a casa de su
madre para ver si estaba todo bien. Bajo las escalera y se encontró que el agua
ya cubría los primeros escalones. Los vecinos de la primera planta empezaron a
salir de sus casas, ya que no podían controlar todo el agua que les estaba
entrando. Muchos de ellos tuvieron que dormir en casa de otros vecinos en
plantas superiores.
Estábamos completamente aislados.
Poco desde se fue la luz y la oscuridad fue completa.
Unas simples velas nos sirvieron para pasar la noche. No teníamos teléfono y la
incomunicación con el resto del mundo fue total.
Nos pasamos toda la noche mirando por la ventana que daba
al ferrocarril.
Desde la ventana estuvimos viendo la vía del Carrilet,
que se cubrió de agua, y hasta las seis
de la mañana estuvimos viendo pasar todo tipo de bultos arrastrados por el
agua, coches, arboles, bidones,… el espectáculo era dantesco.
Fue una noche larga. Ya que no tuvimos comunicación con
nadie. Al amanecer vimos el enorme destrozo que el rio hizo en el barrio. Numerosas
familias se habían quedado sin nada. Negocios arruinados, calles anegadas que
tardaron meses en volver a la normalidad.
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